22/7/09

galenson y las tablas de la ley


O...¿Qué se compra cuando se compra un cuadro?

Lo primero que se me ocurre es que uno compra arte. Pero la respuesta es un berenjenal ya que entonces hay que preguntarse qué es arte. Hasta luego.
Cuando me tocó la pobreza, consumí arte en forma de libros. No sólo (no me vanaglorio) literatura de “evasión”, llamémosle novelas o cuentos para entretener la malaria, sino textos poéticos de vuelos filosóficos y existenciales. Así, yo, que tenía todos los tuper ware vacíos y dos niñas a cargo, sorteaba la angustia conectándome vía la letra con otros parentescos que los sanguíneos. La Familia del arte. Otras veían telenovelas y las entreveradas obscenidades de la farándula, filigranas del olvido. Por desgracia, yo, esa ficción, no me la creía. Entonces retomo.
El arte es una actividad facultativa. Es decir: se puede o no hacer, gustar o dejar de lado. No hay forma de que hagamos caer las obras de arte del lado de las necesidades primarias. Lo que aportan, en todo caso es otra carne. Carne de objeto diría yo. Un objeto particular. Cosa estructurada de dos modos. Materia: pongámosle el bastidor, la tela, y líquido seco por encima. Y representación: o la evocación que esa obra produce en el que la mira además de verla. Entonces me pregunto.
¿Qué se vende cuando se compra un cuadro? ¿El bastidor, tela, mancha y la evocación que repercute en el otro mirón? Yo creo que nada de eso es lo que cuenta en el modo mercantil del negocio del arte. Es la reputación lo que cuenta. Por elevarla y singularizarla se hacen discursos, y se descubren filiaciones u originalidades que puedan posicionar al artista, su agente y su entorno comercial en un mejor lugar respecto del centro sancionador de cotizaciones al día. En este sentido el economista David Galenson, de la Universidad de Chicago, en su publicitado intento de medir el valor del talento tomando en cuenta la cantidad de reproducciones ilustradas que un cuadro cuenta en su haber, toca un punto neurálgico de la organización social según el ideario capitalista. Un nervio fofo que no hace más que descubrir lo arbitrario de los criterios de valoración monetaria de una obra de arte. En mi opinión, si puedes venderlo hazlo, y llena los tuper vacantes. Pero el intercambio de obra entre un artista y un espectador tiene otro signo. Ahí voy.
El señor Galenson propone la medición como técnica para dar con la exactitud de una supuesta tabla de valores artísticos. Exactitud necesaria para el desarrollo de producciones científicas. Sin duda. Pero de ninguna forma importante para deslindar criterios de objetividad en el campo de la creación artística. Por otro lado, esa regulación que el economista propone, no deja de ser similar a los ineficaces rituales del obsesivo. Ya que el objeto que lo perturba (el talento en este caso) no está allí (el las páginas ilustradas) sino….sino…. ¡aquí! En el entre dos del creador y el interlocutor. En ese espacio inter no hay más o menos talento, sino mejor o peor cosa para el otro. La obra. Una forma hallada por el artista al final de su proceso creativo y encontrada por el público en las mismísimas gateras de su personal modo de percibir el mundo que lo atraviesa. La obra de arte como una maquinación in situ, en el situ del espectador (¿y el artista fue el primero no?) ¿Qué precio le pondría usted a la máquina de evocar? Trataré de no vendérsela, por varias razones. Uno: es una máquina que tiene que inventarse el dueño cada vez que la mira. Dos: puede dejar de funcionar definitivamente, o disfuncionar gravemente, sin que existan servis autorizados. Tres: es una máquina que no produce nada. Nada que se pueda canjear o guardar en el banco. ¡Bingo! Probablemente se trate de eso: el arte como un posible tráfico de balbuceos entre las dos nadas que nos enmarcan como seres vivos. Un camino nadificado cuya irreversibilidad nos conmueve. A veces. Y como si esto fuera poco, damas y caballeros: ¿podrán los Galenson encontrar la forma de medir un balbuceo?


Laura Lago

Publicada en el diario Diagonales de La Plata

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